Las facciones de Miranda eran
de esas que hacen volver la cabeza a los hombres, no por su sensualidad
tumultuosa o por su perfección avasalladora; al contrario, la combinación de
rasgos peculiares creaba un cuadro impresionista bajo la catarata rojiza que
rebotaba en sus hombros y se iluminaba con resplandores propios del amanecer
cada vez que sonreía. Desde siempre le habían dicho que no era guapa, pero que
tenía un encanto que algún día rompería corazones. Y con los años, ella había
aprendido a aceptar lo que no era, para enorgullecerse de lo que algún día
podría hacer.
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