Le costó admitirlo cuando la
aguja de la temperatura empezó a subir de manera anormal. Al final, cuando vio
el humo saliendo por la rejilla del radiador, supo que tenía que parar allí
mismo. Ladeó el coche hacia la cuneta todo lo que pudo y bajó con resignación.
Se sentía estúpido. Por una vez había hecho caso a su vena estética y, en lugar
de tomar la autopista, había decidido ir por la antigua carretera que
atravesaba la sierra. Marzo se estaba acabando con gran esplendor y le apetecía
ver los árboles y la vegetación de la montaña. No tenía prisa. Su familia le
esperaba en la casa que tenían a unos cincuenta quilómetros de la ciudad. Iba a
ser un fin de semana de descanso. Joana y los chicos se habían marchado la
tarde del viernes en el otro coche. Él decidió salir el sábado después de
comer, tras solventar unos asuntos. Faltaba poco para las elecciones y su
presencia en la sede del partido se hacía cada vez más imprescindible.
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