Aquello le parecía una
barbaridad que atentaba contra las más mínimas normas de seguridad. Dejar la
llave bajo el felpudo de la entrada, como había visto en muchas películas, era
una estupidez propia de mentes inocentes, que vivían en barrios bien. En la
vida real, aquella actitud casi reclamaba un escarmiento que, más tarde o más
temprano, acababa determinando la entrada en la madurez por la puerta estrecha,
y con la policía tomando notas sobre el robo. Por eso le sorprendió sobremanera
la actitud de una mujer en la acera de enfrente. A la vista de todo el mundo, aunque en aquellos
momentos sólo él pasaba por la calle, la mujer había levantado el felpudo
cuidadosamente para no ensuciarse la mano y había depositado la llave en el
suelo. Después había vuelto a colocar el felpudo en su sitio, se había
incorporado y, con toda naturalidad, se había alejado calle abajo.
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